Por Facundo Pujol
Canción más que conocida en el arraigo y acervo cultural de la República Argentina, Los Olvidados —de Néstor Garnica—, me permite comenzar a analizar una de las realidades más duras y persistentes que atraviesan a nuestra sociedad: la de los más de 7 millones de jubilados y jubiladas que, año tras año, ven cómo su dignidad se vuelve moneda de cambio en el vaivén de las políticas públicas.
Años convulsionados y administraciones centrales que se suceden con promesas repetidas, pero siempre con el mismo resultado: los jubilados no levantan cabeza. Algunas gestiones les acercan salvavidas, otras apenas un paracaídas. Pero en todas, terminan siendo sistemáticamente olvidados en la palestra de las decisiones. Mientras tanto, el poder de compra de sus haberes cae como llovizna: lenta, pero constante.
Garnica lo dice claro:
“Mi bofe se hinchó
Cuando repartieron
De mí no se acuerdan
Dicen que nunca me vieron
Que no soy de aquí
Que ya no tengo remedio”
No se los ve. No se los escucha. No se los considera. Es como si el Estado no se internara en su dolor, como si la representación democrática dejara afuera a quienes más aportaron a lo largo de sus vidas. Porque —como establece la Constitución— el pueblo no gobierna ni delibera sino por medio de sus representantes, pero año tras año, gestión tras gestión, partido tras partido, esas representaciones confunden (¿o ignoran?) las prioridades. Y en esa confusión, los jubilados siempre terminan últimos.
Según el Mirador de la Actualidad del Trabajo y la Economía (MATE), los jubilados han sufrido una caída promedio del 22% en sus ingresos reales. Pero —como advertía un profesor en la universidad— “si yo tengo 10 pollos y usted ninguno, el promedio es cinco… pero usted sigue con hambre, y yo empachado”.
La jubilación mínima, con el refuerzo del bono, se encuentra congelada en 70.000 pesos desde diciembre de 2023. En ese mismo período, la inflación acumulada supera el 196%. ¿Qué significa esto? Que ese bono dejó de ser un refuerzo y pasó a ser apenas un gesto simbólico, casi una burla en términos reales.
La falsa dicotomía del Estado, que dice «reconocer» a los jubilados pero en la práctica los relega, se repite en cada administración. Hoy, un jubilado o jubilada debe elegir entre pagar la luz, el alquiler o los remedios. Ni hablar de darse un gusto, comprar un regalo para un nieto, o invitar un café.
Muchos han pasado a depender económicamente de sus familiares, afectando también la capacidad de compra del núcleo familiar que los rodea. Esto no es sólo injusto: es regresivo, insostenible, y empobrece a todos.
Según el último informe de MATE, el decil que más aumentó su índice de pobreza fue justamente el de los jubilados: del 12% al 30%. Sin eufemismos. Sin excusas.
Y vale recordarlo: los jubilados gastan en la economía real, en almacenes, farmacias, verdulerías, pymes. Son más de 7,5 millones de personas, de las cuales 5,5 millones cobran haberes que no superan los $355.820. Hoy, el bono los “completa” hasta ese monto, lo que significa que, en muchos casos, su ingreso real no alcanza ni a 29 kilos de carne. Ni siquiera un kilo por día. ¿Podemos tolerar esto como sociedad? ¿Podemos mirar para otro lado?
Si la respuesta es sí, entonces es cierto: son los verdaderos “olvidaos”.
Y si es no, entonces algo —urgente— hay que hacer. Porque el mismo que un día se puso de pie, tragando tierra y saliva, merece mucho más que esto.
Fuente: MATE economía, INDEC. Corrección con IA.
Sobre el autor:
Cr. Facundo Pujol es Contador Público egresado de la Universidad Nacional del Chaco Austral. Docente Adjunto por concurso de la cátedra de Finanzas Públicas, y Jefe de Trabajos Prácticos de la catedra de Análisis Económico de la carrera de Contador Público en UNCAUS. Fundador de la consultora Chaco Meridiano. Asesor contable en el Estudio Jurídico y Contable Pujol. Analista económico en Radio La Red Sáenz Peña, Radio Centro y Multimedios Ciudad.