Por Celeste Segovia (*)
Desde 1975, todos los 8 de marzo de cada año se celebra el Día Internacional de la Mujer en el mundo, día que nos remonta a la Nueva York de 1911 donde perdieron la vida más de 120 mujeres luego de declararse en huelga permanente en la fábrica donde trabajaban solicitando la reducción de su jornada laboral e igual salario que los hombres por iguales tareas.
Si bien los reclamos de hace un siglo siguen siendo los de hoy, es dable reconocer que somos parte de una sociedad más involucrada que adquirió consciencia de la desigualdad y de la dominación histórica del hombre por sobre la mujer, y de un tiempo donde la fuerte participación del movimiento feminista logró poner sobre la mesa la cuestión de género, imponiendo a partir de la presión social tanto la planificación de políticas públicas como el tratamiento de distintas leyes orientadas a brindar un marco normativo a la reivindicación de los derechos de la mujer que hacen a su dignidad y desarrollo íntegro como persona.
En este día es necesario tener presentes y afirmar los instrumentos legales vigentes en el país cuya finalidad es disminuir y erradicar la violencia contra la mujer sostenida en distintos ámbitos por infinidad de agentes a través de prejuicios, discriminación, violencia física, psíquica y simbólica, mandatos sociales, pautas culturales, etc. En este sentido es que la Argentina, en 1985 ratificó la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer, incorporándola a la letra de la Constitución Nacional en la reforma de 1994.
La misma condena la discriminación contra la mujer en todas sus formas y exhorta a los Estados parte a definir políticas encaminadas a otorgar un trato igualitario a hombres y mujeres, sancionando cualquier tipo de práctica que perpetúe esta desigualdad y promoviendo medidas transitorias de “acción afirmativa” para modificar las asimetrías en el ejercicio pleno de derechos. La Convención reconoce que la violencia contra las mujeres constituye una violación de los derechos humanos y las libertades fundamentales, una ofensa a la dignidad humana y una manifestación de las relaciones de poder históricamente desiguales entre mujeres y hombres, que trasciende todos los sectores de la sociedad independientemente de su clase, raza o grupo étnico, nivel de ingresos, cultura, nivel educacional, edad o religión.
En 1996 nuestro país aprobó la “Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra La Mujer – Convención de Belem do Pará” complementando de este modo el marco jurídico ofrecido por la CEDAW y el resto de los pactos y convenciones internacionales.
Las distintas leyes que en este sentido fueron sancionadas en las últimas décadas por la Argentina funcionan como un paraguas protectorio en materia de igualdad y equidad de género siendo estas medidas el reflejo del consenso social y la voluntad política en relación a la temática a partir de la lucha incansable de los colectivos de mujeres, creando en quienes gobernamos la obligación de redoblar los esfuerzos y asumir las responsabilidades que como representantes del pueblo nos competen.
Tanto la Ley Micaela como la Ley Brisa, sancionadas el año pasado son una clara muestra de que la cuestión de género llegó para quedarse en el debate y reflexión diario de las argentinas y argentinos y que las autoridades de turno debemos hacernos eco de los reclamos, generar espacios para la discusión y planificación de propuestas innovadoras, capacitarnos para dejar de reproducir como agentes del Estado prácticas cotidianas que replican la violencia contra las mujeres, promoviendo todo tipo de medidas que sirvan para la construcción de una ciudadanía más consciente, más responsable y más justa.
(*) Secretaria de Derechos Humanos del Chaco.